Misericordiosa Ineficiencia
A veces me siento como una niña impaciente en el asiento de atrás, queriendo preguntarle a Dios: “¿ya llegamos?”. Cuando las oraciones ascienden, año tras año, pero las respuestas no parecen descender, me frustro. ¿Le importa a Dios que yo siga esperando? ¿Por qué no actúa más rápido el Todopoderoso?
Estoy segura que no soy la única que se ha sentido así alguna vez. El pueblo de Israel permaneció esclavo en Egipto durante cuatrocientos años. ¿Por qué Dios no los rescató antes? Abraham tenía setenta y cinco años cuando Dios le prometió un hijo; pero Isaac llegó un cuarto de siglo después. Y piensa en José pudriéndose en la cárcel, o en David, desperdiciando quince años escapando de Saúl en lugar de ascender inmediatamente al trono. ¿Para qué malgastar tanto tiempo? ¿Qué se esconde detrás de la aparente ineficiencia divina?
¿Santidad vs. Velocidad
Como somos seres mortales, atrapados en la red del tiempo y el espacio, la eficiencia nos importa mucho. Pagamos más por los pases-exprés para evitar las largas colas en Disney y compramos comida de microondas para “ahorrar” tiempo. Pero si fueras eterno, ¿te interesarían las sopas instantáneas y los atajos? Si tuvieses literalmente todo el tiempo del mundo ¿cómo cambiarían tus prioridades? A diferencia de nosotros, Dios nunca está apurado. Su énfasis, por lo tanto, no es la velocidad sino la santidad.
Tal como lo explica el evangelista estadounidense John Piper: “Dios casi nunca toma la ruta más corta entre el punto A y el punto B. La razón es que tal eficiencia – la eficiencia de la velocidad y de la ruta más corta –no es a lo que él se dedica. Su propósito es santificar al viajero, no apurarlo… Frustrar la eficiencia humana es uno de los medios principales (digo principales, no secundarios) de la gracia santificadora de Dios”.[1] Dios se dedica a moldear nuestros caracteres. Él sabe que quienes son exitosos demasiado rápido, quienes nunca han sido moldeados por el rechazo y el fracaso, se han perdido experiencias formativas vitales. Por lo tanto, él nos guía por el sendero más santificador, no el más fácil o el más corto.
Siendo vs. Hacer
La obsesión de nuestra sociedad con la eficiencia y la productividad tiene un costo. A muchos de nosotros no solo nos gusta ser productivos, sino que debemos serlo. Cuando una enfermedad, una pérdida de empleo repentina o una crisis nos fuerzan a detenernos, nos sentimos desnudos emocionalmente. Sin rendir bien, sin alcanzar metas, pareciera que no somos capaces de sentirnos bien con nosotros mismos.
Irónicamente, Dios permite temporadas de poda y de letargo justamente para liberarnos de la creencia que somos lo que hacemos. La escritora estadounidense Sharon Hodde Miller, reflexiona: “[Dios] va incansablemente a la guerra contra las cosas que nos separan de él. No siempre lo reconocemos porque confundimos el dolor de la poda con una flecha del enemigo; sin embargo, a veces el dolor en nuestras vidas es que Dios está matando las cosas que deben morir”.[2]
La misericordia de estas estaciones estériles e invernales, es que el rendimiento ni siquiera es una opción. Estas temporadas son misericordiosas no a pesar de su improductividad, sino justamente por ella. Las temporadas inactivas nos impiden que continuemos intentando ganar nuestro valor, otorgándonos una oportunidad para que nuestra identidad crezca en Cristo.
Adoración vs. Servicio
Mi mamá nos enseñó a mis hermanas y a mí a ser eficientes desde muy pequeñas. Su lema era “rápido y bien”. Pueden imaginarse mi sorpresa, entonces, cuando leí por primera vez la historia de Jesús visitando el hogar de María y Marta (Lucas 10:38-42). Un día Jesús y sus discípulos fueron a visitar a estas dos hermanas. Inmediatamente, Marta entró en acción. Frenéticamente comenzó a preparar comida para su huésped de honor y sus discípulos. ¡Pero María simplemente se sentó! Mientras que Marta intenta desesperadamente llegar a tiempo con todo, María toma un descanso.
Y entonces, cuando Marta se queja, ¡Jesús elogia a María! “El Señor le dijo: —Mi apreciada Marta, ¡estás preocupada y tan inquieta con todos los detalles! Hay una sola cosa por la que vale la pena preocuparse. María la ha descubierto, y nadie se la quitará” (Lucas 10:41-42 NTV). Confieso que esta historia me frustró durante mucho tiempo… Me identifico mucho con Marta. A simple vista, María parece perezosa, y Jesús pareciera aprobar su conducta. Pero si María es elogiada sin hacer “nada”, algo más está pasando aquí. Lo que está pasando es adoración.
María desacelera y, con la claridad mental que no poseen los apurados, adora. María, quien posee una tendencia a adorar de una manera extravagante y “derrochadora” (Juan 12:1-11), tiene la habilidad de estar completamente presente en el aquí y ahora. Jesús la elogia porque reconoce la disciplina que hace falta para adorar en el medio de un día muy ocupado. Si, como yo, te pareces más a Marta, no desesperes. Esto no significa que todos debamos mudarnos a las montañas y escoger una vida contemplativa. Como la autora y oradora Katie Reid se pregunta: “¿Y si Jesús ni siquiera le estaba pidiendo a Marta que se sentara físicamente, sino que la estaba invitando a adorarlo incluso mientras servía?
Jesús le mostró a Marta la importancia de priorizar Su Presencia, tal como lo hacía María, incluso en medio del ajetreo de la vida”.[3] Jesús la estaba invitando a estar presente en el aquí y el ahora, lo que es mucho más difícil que ser eficiente. En mi experiencia, para estar plenamente presente, debo hacer solo una cosa a la vez. Para adorar a Dios en medio de un día atareado, debo luchar contra la tendencia a pisar el acelerador a fondo y, en su lugar, deliberadamente ralentizar mis pensamientos. No voy a mentir: ¡hace falta mucha práctica! Implica decir que “no” más a menudo de lo que quisiera, y respirar más profundo de lo que estoy acostumbrada. Sin embargo, vale la pena, porque permite que mi servicio fluya desde un lugar de abundancia emocional, no de escasez.
Dios es extravagante, no eficiente
Mira a tu alrededor, está en todas partes. Desde los dos trillones de galaxias en el universo, hasta el enorme número de microorganismos. Desde las escalofriantes criaturas abisales, hasta los pájaros de todo tipo que llenan el cielo. Hay más colores, sabores, texturas y aromas que los que puedas imaginar. Dios es extravagante hasta el derroche. El amor, no la eficiencia, es el sello distintivo de Dios. ¡Permite que la misericordia de esta verdad te permee! Dios atrae mi terco corazón con una gracia extravagante. Él nos está cortejando con una paciencia desmesurada. El amor no puede ser eficiente porque, como escribe Paul Miller, “amar significa perder el control de nuestras agendas, nuestro dinero, y nuestro tiempo. Cuando amamos, dejamos de ser amos y nos convertimos en siervos”.[4]
Quizás, durante todo este tiempo, nuestro énfasis fue equivocado. Puede que la ineficiencia, las esperas largas y molestas, y aun los años aparentemente desperdiciados, sean los actos de misericordia más bondadosos de Dios hacia nosotros.
Pero… ¡duele!
Sí, duele. Aún si intelectualmente aceptamos que Dios tiene las mejores intenciones, duele sentirse olvidado o ignorado. Entonces, ¿cómo expresamos y honramos el dolor? Lamentándonos. La Biblia está llena de expresiones de dolor tan honestas, que suenan casi irreverentes a los oídos modernos. Consideremos algunos ejemplos: “Oh Señor, ¿hasta cuándo te olvidarás de mí? ¿Será para siempre?” (Salmos 13:1); ¿Por qué, entonces, continúa mi sufrimiento? ¿Por qué es incurable mi herida?” (Jeremías 15:18); y “¿Por qué no nací muerto? ¿Por qué no morí al salir del vientre?” (Job 3:11). Lamentarse es hablar con Dios con una integridad emocional profunda. Lejos de ser un insulto, la transparencia de estas oraciones demuestra que todavía tenemos fe. ¿Por qué? Lo opuesto de la fe no es la duda sino la desesperación.
El dolor que no expresamos se convierte en resentimiento; y éste en desesperación. Pronto hay una pared separándonos de Dios y de las personas que amamos. Pero existe otra opción, podemos elegir la vulnerabilidad de lamentarnos, tanto de manera individual como colectiva. Como Aubrey Sampson escribió: “[El] lamento, un llanto del alma, crea un sendero entre el Ahora y el Todavía No. El lamento salva la brecha entre la desesperanza actual y la esperanza venidera”.[5]
Cuando aprendemos a ser honestos acerca de nuestras decepciones, nos acercamos a Dios. El lamento nos conduce por un sendero de sanación e intimidad, porque nos sentimos amados solo en la medida en que somos conocidos.